12 marzo 2009

Blanca Varela


Cuando seres como Blanca Varela parten a un mejor espacio, es necesario decir algo al respecto.

Aunque sea en el espacio más impertinente.

No callar. Esa es la consigna

Porque debo decirlo: Blanca Varela fue grande.

Fue hermosa.

Extraordinaria.

Blanca fueron las tardes, obscenamente melancólicas, de verano cayendo sobre el patio de Letras de la Católica.

Blanca fue el Canto Villano, que tambaleaba su infinita tristeza en esos viejos buses destartalados donde pagaba medio pasaje universitario.

Blanca fue un torbellino de palabras que sacudieron mi débil iluminación espiritual, en una angosta calle de Trujillo.

Blanca fue lo más alejado a la exhuberancia tropical, Sin embargo, fue tan descomunal como la extraordinaria luz de Iquitos.

El día queda atrás,
apenas consumido y ya inútil.
Comienza la gran luz.

Blanca fue la despedida escrita más conmovedora que alguien que me amó pudo haberme escrito, a puño y letra, mientras la noche se hacía día en un frío paradero de la limeña avenida Brasil, un tiempo tan lejano que parece reciente.

aquí me tienes como siempre
dispuesta a la sorpresa
de tus pasos
a todas las primaveras que inventas
y destruyes
a tenderme -nada infinita-
sobre el mundo
hierba ceniza peste fuego
a lo que quieras por una mirada tuya
que ilumine mis restos
porque así es este amor
que nada comprende
y nada puede
bebes el filtro y te duermes
en ese abismo lleno de ti
música que no ves
colores dichos
largamente explicados al silencio
mezclados como se mezclan los sueños
hasta ese torpe gris
que es despertar
en la gran palma de dios
calva vacía sin extremos
y allí te encuentras
sola y perdida en tu alma
sin más obstáculo que tu cuerpo
sin más puerta que tu cuerpo
así este amor
uno solo y el mismo
con tantos nombres
que a ninguno responde
y tú mirándome
como si no me conocieras
marchándote
como se va la luz del mundo
sin promesas
y otra vez este prado
este prado de negro fuego abandonado
otra vez esta casa vacía
que es mi cuerpo
a donde no has de volver

Blanca fue el dolor y la ausencia. Blanca fue la reconciliación

Éste es el mundo que amo.
Quiero un cielo veloz,
la mañana distinta, sin colores,
para poner mis ángeles,
mis calles donde siempre hay humo y sorpresa.

Blanca fue el cuerpo, y la poesía.

Fue el dolor, la pérdida ardiente, la descomposición de la materia.

Blanca fue la transformación en espíritu.

Blanca fue una parte de nosotros. Tanto tiempo, tantos tempos.

Y ahora ya no es de nadie. Es eterna.

Le pertenece al Universo. Es ADN de pasión.

Acido ribonucleíco enamorado, siempre...


MÁSCARA DE ALGÚN DIOS

Frente a mí ese rostro lunar.
Nariz de plata, pájaros en la frente.

¿Pájaros en la frente?

Y luego hay rojo
y todo lo que la tierra olvida.
Humedad con poderes de fuego
floreciendo tras las negras pestañas.
Un rostro en la pared.
Detrás del muro, más allá de toda voluntad,
más lejos todavía que mirar y callar:
¿qué?

¿Siempre hay algo que romper, abolir o temer?
¿Y al otro lado? ¿Al revés?

Vuela la mano, nace la ínea,
vibrante destino, negro destino.
Por un instante la melodía es clara,
parece eterna la tarde,
purísima la sombra del cielo.

Vuelvo otra vez . Pregunto.
Tal vez ese silencio dice algo,
es una inmensa letra que nos nombra y contiene
en su aire profundo.
Tal vez la muerte detrás de esa sonrisa
sea amor, un gigantesco amor
en cuyo centro ardemos.

Tal vez el otro lado existe
y es también la mirada
y todo esto es lo otro
y aquello esto
y somos una forma que cambia con la luz
hasta ser sólo luz, sólo sombra.

Link: Una biografía de Blanca Varela
Link: Más de la extraordinaria poesía de Blanca Varela aquí
Link: J.A. Godoy, El Morsa, El Útero, Heduardo y Musmuki, entre otros, se unen al homenaje

3 comentarios:

MUSMUKEANDO - FRANZ MAX dijo...

lamentable perdida!! se nos adelanto !! un gran vacio! enla poesia latinoamericana!

Anónimo dijo...

Lamentable perdida definitivamente pero dime quien era la persona que te dio la despedida escrita más conmovedora. Eso no me has contado Y. V.

Paco Bardales dijo...

El puerto de la muerte

Por: César Hildebrandt

Ha muerto Blanca Varela y lo ha hecho de puntillas, tan discretamente como vivió. Ha muerto en el misterio que ella misma había decretado desde hace muchísimo tiempo. Ha volteado la cara hacia la pared, como ella misma presentía que debía hacerse en el momento adecuado.

Que ganara en el 2001 el premio Octavio Paz, en el 2006 el Federico García Lorca y en el 2007 el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana son hechos que confirman su universalidad y, al mismo tiempo, su exilio.

Como no podía ser de otra manera, el Perú jamás la trató con delicadeza. Y cuando en 1996 perdió a un hijo en un accidente de aviación el azar alevoso se sumó a la habitual mezquindad de esta tierra que pare poetas para maltratarlos.

Varela, como gustaba que la llamaran, jamás necesitó halagos, felizmente. Y cuando venían, generalmente de otros lados, los consideraba tan excesivos como prescindibles.

Su poesía empezó con esa piedra fundadora que es “Puerto Supe”, un poema que escribió en París y que aparecería en el libro que Octavio Paz prologó y tituló, a despecho del título original, “Ese puerto existe”.

Pero a partir de ese momento deslumbrante, de esos endecasílabos que venían de la tradición pero que daban forma a una ruptura parricida con lo viejo, a partir de esa tristeza deslumbrante, la poesía de Blanca Varela cambió en un sentido pocas veces visto en el Perú.

Porque en esta tierra de la abundancia, Blanca Varela fue afilando el silencio y aprendiendo el arte de decir apenas. Su poesía, que había empezado siendo volcán en erupción, quiso ser –y lo logró- lava esculpida dispuesta a que la interpretaran, formaciones que la rabia y la providencia forjaban sin propósito aparente.

En un excelente ensayo sobre Varela, Rossella Di Paolo recuerda a Sartre hablando de la obra escultórica de Giacometti y rescata aquella frase genial con la que el francés intenta definir la parquedad formal del artista: “Los cuerpos de Giacometti no tienen más materia que la estrictamente necesaria para prometer”.

Rossella Di Paolo emparenta las brevedades de Giacometti y Varela y, como casi siempre, acierta.

Tuve la impresión de unas rocas lanzadas desde el infierno de la magma apenas leí a Blanca Varela. Siempre supuse que su tarea era la de adelgazar su sufrimiento y castigar su escritura hasta hacerla borrosa y sugerente.

En el país de los excesos, Varela eludía las facilidades del idioma y hasta su respiración. Parecía decirnos muy poco y aun tapándose la boca. La verdad es que decía mucho callándose el tundete.

No se oye bien a Varela, que huye de las sinfonías y que apela a chirridos y disonancias. Pero en el fondo de ese estanque sucio brilla algo vivo que no quiere presentarse con una forma definida y que es, en suma, una vibración, una intuición, casi una amenaza de sentido.

Venida del surrealismo sin aceptarlo del todo, Varela goteaba lo que escribía y escondía muchas cosas y rompía muchas otras. No puedo jurarlo pero algo me dice que hacía pedazos el papel que albergase un poema que no viniese de la materia oscura.

Al fin y al cabo, estamos rodeados de materia oscura. Y esta verdad estelar estaba de algún modo en la poesía de Varela. Ella era un observatorio que declaraba la imposibilidad de descifrar el universo. Había una especie de placer en ese reconocimiento, un modo honesto de ser un ser humano despojado de sus peores arrogancias. El goce de la sabiduría destituido por el goce de la insuficiencia.

En el testimonio de la venezolana Yolanda Pantin (1996) se cita a Blanca Varela diciendo “me da miedo caer en una retórica del horror”. Lo que no hizo jamás fue caer en el horror de la retórica.

La Pantin, que grabó largas horas de conversación durante una permanencia de Varela en Caracas, recuerda que la poeta nacida en Supe declaró su admiración por Francis Bacon y “esas figuras borradas”. Esa afinidad está retratada en un solo verso que es toda una doctrina vareliana:

“De lo inexacto me alimento/ y toda el agua de los cielos es incapaz de lavar/ esta ínfima y rebelde herida de tiempo que soy...”

Ayer, esa herida ha terminado de cerrarse. Para nuestro pesar.